Sara, de 13 años, está de morros con sus padres. Se siente víctima de una injusticia. A pesar de sus buenas notas, han decidido confiscarle el móvil a las 11 de la noche, después de pillarla
whatsappeando en la cama de madrugada. Al principio, protestó, clamó, chantajeó. Ahora, es ella la que le tira muy digna el teléfono a su madre, autora de este reportaje, antes de anunciar, cual rea rumbo al patíbulo, que se va a la cama. Sara era, dice su madre, “un bebé adorable”. Una niña risueña, cariñosa y siempre dispuesta a todo. Hasta que, súbitamente, mutó en la chica “contestona, indolente y alérgica a las efusiones” que describen hoy sus progenitores. Una adolescente de libro.
Sara está en plena eclosión hormonal. “Tengo un pavazo que no me tengo”, admite, entre ofendida y orgullosa. Nada que no pasara en su día su hermana Irene, hoy casi una adulta oficial a sus 17 años y medio. La diferencia es que, mientras Irene cruzó la delicada frontera entre niñez y adolescencia acompañada del ordenador situado en el salón de la casa, Sara lo está haciedo con el mundo, su mundo, incrustado las 24 horas en la palma de su mano en la pantalla de su teléfono móvil.
Irene, siendo
nativa digital, ha tenido que migrar del PC al móvil. Sara, es nativa
movildigital pura. La edad del pavo siempre fue difícil, pero el nuevo
pavo digital tiene desorientados a muchos progenitores que, como los de Sara,
compraron el móvil a sus niños para tenerlos más controlados, y han terminado con sus hijos localizados, sí, pero abducidos por una pantalla en la que no saben muy bien qué hacen ni con quién.
“Les estáis dando un BMW y les dejáis conducirlo solos, sin carné ni seguro. Vuestros hijos son digitales, y como vosotros no, renunciáis a controlarlos y a ponerles normas. No vale. Si le dáis una herramienta, tenéis que conocerla. Si os preocupáis de saber quiénes son sus amigos en la vida real, hacedlo también en la digital”.
Esther Arén, inspectora jefe de la Unidad de Participación Ciudadana de la Policía, usa un estilo deliberadamente provocador para advertir a los padres sobre los riesgos de Internet y las redes sociales en conferencias como la que imparte hoy en el Instituto Dámaso Alonso de Madrid, invitada por la dirección y la AMPA del centro.
El auditorio, padres y madres universitarios de clase media, recibe la
charla asintiendo con la cabeza y sintiéndose personalmente aludido, según dirán luego. “Algunos, os quedaríais de piedra al ver el vocabulario y las fotos que suben vuestros hijos a las redes. No vale decir que no sabéis. Nunca es tarde. Se puede aprender a conducir a los 40. Habladles. Ponedles normas. Horarios. Haceos un perfil. Ved a quién y quiénes les siguen. El móvil se lo pagáis vosotros, y el wifi. Que no os chantajeen con su intimidad. Son vuestros hijos, son menores y son vuestra responsabilidad”, concluye Aren, de 45 años, urgida por los
whatsapps que su hija, de 13, lleva enviándole hace exactamente el rato que mamá debería haber acabado de trabajar. Parece que el control es mutuo.
Si mi madre se mete en mi Instagram, está invadiendo mi intimidad
Sara, 13 años
Jesús Pernas, de 48 años, director del colegio público de Los Santos de la Humosa (Madrid), padre de un chico de 14 años, y
consultor de redes y menores, tiene una visión diferente. “Si la policía tiene que venir a mi colegio, mal lo estoy haciendo como educador, y como padre”, explica. “Lo que es increíble es que Internet y las redes no estén presentes en el currículo escolar desde Primaria, cuando ocupa el 99% de su tiempo libre”, deplora. Pernas no comparte la recomendación de Arén de espiar a los hijos. “Prohibirles y amenazarles es criminalizarles, reconocer nuestro fracaso e invitarles a mentirnos. Ellos buscan en la red lo mismo que nosotros a su edad: el amor, la reafirmación, la emoción. Un chico suele ser en la red como es en la vida real. Ya no se sienten niños, están en un momento de búsqueda, han de decidir su camino. Ahí es donde tienen que estar los padres. Ese es el verdadero abismo, lo de la brecha digital es una excusa. Los padres hoy somos la generación XXL: nos viene todo grande. Hay que ponerte ante tu hijo y compartir su miedo. Hacer con él un trabajo emocional. Si le conquistas en la vida real, lo tendrás en la digital. Lo que no vale es quitarles el móvil. No es el futuro, sino el presente”.
Hoy es viernes por la tarde y Sara ha quedado con sus amigos Hugo, Sauditu, Isa y Kacper en el jardín situado junto al antiguo parque de bomberos de Alcalá de Henares (Madrid), donde residen. Así, “Bomberos”, se llama el grupo de Whatsapp a través del que se han citado, y por el que se intercambian mensajes, fotos, vídeos, y emoticonos a discreción durante todo el tiempo en el que no están juntos, incluso estándolo. Aunque todos empezaron con el “móvil patata”, la terminal básica que sus padres les compraron a los 10 o 12 años para “tenerlos
colocados”, hoy todos tienen móvil con Internet. Ya son
mayores. Además de
Whatsapp, tienen perfil en
Instagram —red de fotos y comentarios—,
Snapchat —aplicación de conversación e imágenes que desaparecen a los 30 segundos— y
Ask —red de preguntas y respuestas anónimas—, entre otras aplicaciones, juegos y redes. Menos para hablar, funden su tarifa en esas actividades. Lo hacen porque les gusta “sentirse siempre con los amigos, enterarse de cosas, cotillear, y, sí, gustarle a la peña”. “A ti también te gusta que te sigan en Twitter”, espeta Sara a su madre.
Prohibirles y espiarles es admitir nuestro fracaso. Hay que acompañarles
Jesús Pernas, consultor de redes y menores
Salvo la reciente limitación horaria de Sara, y Hugo, a quien solo le dejan usarlo el fin de semana, todos usan su móvil sin injerencias paternas. Todos conocen a alguien a quien han insultado con epítetos como “maricón”, “bollera”, “foca” o “furcia” en las redes. Pero ellos, no. Todos suben fotos. Pero ninguna ligeros de ropa o en situaciones comprometidas, aunque el último cotilleo es que una conocida envió una foto desnuda a otro chaval, y acabó “rulando por todo Alcalá”. Todos saben los riesgos a los que se exponen. Pero todos “controlan”, aseveran con el gesto de superioridad de los adolescentes de toda época.
Sara aprovecha su público y cuenta, indignadísima, cómo su madre la “amenazó” con hacerse un perfil en Instagram para controlar sus fotos. “No confía en mí. No sé por quién me toma. Ni siquiera me deja ese poco de intimidad”, se duele, sin reparar en que
cualquiera puede ver sus fotos en esa red. Sauditu, se solidariza con ella: “Yo tampoco quiero que me siga mi madre. Imagina que subo una foto y alguien comenta: “Me pones
tó perraco”. Yo sé que es una broma, y me hace gracia, pero mi madre lo malinterpretaría”.
—¿Y si lo dice un desconocido?
—Le ignoraría, y si sigue molestándome, le bloquearía, y punto.
Para Sara y sus amigos, la vida es simple. Pero la realidad es más compleja.
Hay ciberacoso escolar. Hay
grooming, adultos que se hacen pasar por niños para lograr imágenes o favores sexuales. Hay niños que quedan con desconocidos. Hay casos de adicción a las redes. Hay suicidios. Por haber, hay hasta expertos que aconsejan no permitir el uso del móvil hasta los 16 años, cuando el 83% de los chicos de 14 ya tienen uno.
La inmensa mayoría de los niños y adolescentes usan el móvil para comunicarse y divertirse sanamente. La supervisión, los límites y las normas paternas —recomendadas por todos— parecen estrategias de sentido común para atravesar esa edad, la del pavo, que solo se cura con el tiempo. Dice
Ícaro Moyano, consultor digital, y antiguo ejecutivo de Tuenti, que “en Internet, no hay años
humanos, sino años
perro. Un año en la vida digital, es como cinco o seis en la vida real. Y tres o cuatro años son una generación”. La que separa a Irene de Sara.